El escritor de Hebreos enseñó cómo Jesucristo, el Hijo de Dios, por quien el Padre creó los mundos, y habló a los profetas antiguos, llegó a estar sujeto a la vida terrenal para redimir, santificar y glorificar a quienes lo recibirán. Sufrió, murió y fue “coronado con gloria y honor” para llevar “a la gloria muchos hijos” (Hebreos 2:10). Estaba dispuesto a hacer esto porque todos compartimos un vínculo común: “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno [ex henos literalmente “de uno”] son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11). Como hijos de un Padre Celestial, somos familia. Como hermanas y hermanos, Él sabe quiénes somos y nos ama. Por esa razón, estaba dispuesto a hacer todo lo que no podíamos hacer por nosotros mismos.
Él es el gran capitán de nuestra salvación que nos guiará a la misma gloria que recibió si le permitimos santificarnos y mostrarnos el camino. No es un extraño a nuestras propias tentaciones y sufrimientos. Así como Él mismo padeció todo esto, no es uno que no pueda “compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). En nuestras pruebas y momentos de necesidad, podemos ir confiadamente delante de Él en oración “para alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).
El profeta Abinadí enseñó: “Dios mismo bajaría entre los hijos de los hombres, y tomaría sobre sí la forma de hombre, e iría con gran poder sobre la faz de la tierra” (Mosíah 13:34). Jesús, el Hijo de Dios sería “oprimido y afligido” (Mosíah 13:35), sufriría muchas tentaciones, permitiría “que su pueblo se burle de él, y lo azote, y lo eche fuera, y lo repudie” (Mosíah 15:5) “crucificado” y “muerto” (Mosíah 15:5–7), y luego llevaría a efecto la resurrección de los muertos (Mosíah 13:35). Habiendo cumplido la voluntad de nuestro Padre Celestial al soportar nuestros sufrimientos y pecados, tendría el poder para interceder con misericordia en nuestro nombre (Mosíah 15:8–9).
Alma enseñó: “y sus debilidades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las debilidades de ellos” (Alma 7:12). Como nuestro Redentor, sabe cómo sanarnos de las heridas que el pecado y las influencias mundanas pueden infligirnos (3 Nefi 9:13–14). Si volvemos a Él, nos espera con los “brazos abiertos” para recibirnos (Mormón 6:17).
El élder Boyd K. Packer enseñó cuán completa puede ser esa curación.
Cuando nuestro cuerpo físico recibe heridas, puede repararse a sí mismo, a veces con la ayuda de un médico. Sin embargo, si el daño es extenso, con frecuencia quedará una cicatriz como recordatorio de la herida.
Con nuestro cuerpo espiritual es diferente. Nuestro espíritu se lesiona cuando cometemos errores y pecados, pero a diferencia de nuestro cuerpo terrenal, cuando el proceso del arrepentimiento es completo, no quedan cicatrices gracias a la expiación de Jesucristo. La promesa es: “He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más” (D. y C. 58:42)….
La Expiación, que puede rescatar a cada uno de nosotros, no deja cicatrices. Eso significa que no importa lo que hayamos hecho, ni dónde hayamos estado ni cómo haya ocurrido, si verdaderamente nos arrepentimos, Él prometió que lo expiaría; y al hacerlo, queda resuelto. Hay muchos de nosotros que vivimos castigándonos, por decirlo así, con sentimientos de culpa, sin saber exactamente cómo escapar. Se escapa al aceptar la expiación de Cristo, y todo lo que fue dolor puede convertirse en belleza, amor y eternidad.1
El amor de nuestro Padre Celestial y de Su Hijo Jesucristo por cada uno de nosotros es inconmensurable.
1. Boyd K. Packer, “El plan de felicidad”, Ensign, mayo 2015, en línea en churchofjesuschrist.org.
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